Mi querido tío,
Llevo ya unos días buscando las
palabras, las ideas y pensamientos para poder realizar un humilde homenaje a tu
memoria. Y debo confesar que me resulta tan difícil dar forma a tantos sentimientos,
a tanta tristeza, a este dolor casi infinito. Escribir esta suerte de obituario
diferido, en suspenso durante 38 años, es tarea harto complicada. Dirigirme por
primera vez a vos, a la materialidad de tu cuerpo o, en todo caso, a lo que de
él queda es uno de los trances más duros de mi vida. Recibimos la noticia de tu
aparición hace unos días, a miles de kilómetros de distancia. Nos enviaron,
incluso, la fotografía de lo encontrado. Parte de tu mandíbula. El paladar. Tus
pequeños dientes que aún conservan sus amalgamas. Y poco más… Un pequeño
fragmento de tu cuerpo ha emergido hace unos días desde el horror, trayendo
consigo los restos de la pesadilla. En la fotografía forense pudimos comprobar
con pavor la rotura de uno de tus dientes frontales, imagen de lo que debiste
pasar, de la violencia a la que esa pequeña mandíbula tuvo que enfrentarse.
Nos ha bastado ese
insignificante fragmento de tu cuerpo para recuperarte. Y en un acto cuasi
metafísico por nuestra parte, hemos dado consistencia a todo tu cuerpo, hemos
sacado a la luz tu identidad robada, arrebatada por el terror. En definitiva,
como dicen algunos filósofos, el duelo consiste en eso, en ontologizar el
resto, por nimio que sea, en darle presencia y entidad, en localizar e
identificar, sacar a la luz cualquier despojo que conserve la huella de aquel
al que amamos. Un pie, un fémur, parte de una dentadura, una nariz, unas manos
atadas. El trabajo del duelo sólo puede tener lugar en el preciso momento en
que ese pequeño resto se hace visible, significante y reconocible para el que
sufrió la terrible pérdida.
Y es que el duelo como tal nos
ha sido negado a las víctimas. Aquellos hombres infames no sólo llevaron a cabo
la más ignominiosa de las tareas, la aniquilación y destrucción de miles de argentinos.
Parte del trabajo destructivo tenía como finalidad la negación del duelo. “No
habrá aquí ningún duelo posible”, sentenció Creonte ante la terquedad de
Antígona por enterrar a su hermano. El tirano ejerce toda su violencia
incapacitando al vivo a ejercer la responsabilidad infinita que nos reclama el
muerto. Nos condenaron a un duelo infinito, diferido en la eternidad y nunca
resuelto. Nos obligaron a morar en la melancolía, en el desierto de la
incertidumbre, en el vacío de la soledad más extrema.
Ellos crearon la figura infame
del desaparecido: cuerpos vacíos, cadáveres disueltos en la inmensidad del agua
y la tierra, en la infinitud del tiempo. Fuiste durante casi 40 años pura nuda vida carente de todo valor
ontológico y político. Arrojado como un mero trozo de carne, te desvaneciste en
la humedad de la tierra, en la profundidad de ese abyecto pozo. Te arrebataron
la vida y la existencia, te suspendieron en una detención ad infinitum, incluso después de muerto. Te convirtieron en una
especie de oquedad, un agujero negro por el que la vida y la muerte se
esfumaron.
Como una gran boca bulímica,
incapaz de digerir lo que lleva en su vientre, el Pozo de Vargas no ha parado
de vomitar trozos de cuerpos, fragmentos, cráneos y dientes, dedos y huesos. Los
muertos regresan a la vida, asediando la memoria colectiva e impidiendo que la
sociedad argentina termine de digerir los años del terror político y del
genocidio ideológico. Como fantasmas, asedian la memoria, retornan una y otra
vez para frecuentar, visitar, espantar. Y, en su emerger, como todo fantasma,
traen consigo todo aquello que se quiso borrar, reprimir, aniquilar.
Tu pequeña y bella mandíbula
trajo consigo todo esto. La memoria del horror y la necesidad de iniciar y
terminar ese negado duelo. Asimismo, trae una nueva figura política, una figura
de la resistencia y de justicia. Han bastado un puñado de dientes para
transformarte en un aparecido, una
nueva entidad que nos permitirá enfrentarnos a la infamia de otra manera.
Como Antígona con Polinices,
quisiera retornarte a la tierra, una tierra noble, perfumada de hierbas y
lluvias, cálida y maternal. Quisiera devolverte el sosiego y la paz, una paz
eterna y llena de luz, que haga desaparecer de cada centímetro de tus míseros
huesos la iniquidad y vileza de la que fueron testigos.
Carolina
Meloni González